lunes, 8 de febrero de 2016

Crónicas para desestabilizar y tomar un luga mejor..

Hace 826 años -parece que comenzaba 1998- Sam y yo hicimos un viaje muy peculiar. La cosa era llegar a Oaxaca en un plan medio Rimbaud, de modo que tomamos todos nuestros ahorros -algo así como $2,300 entre los dos-, un montón de latas de conserva, un par de guitarras y ropa. Por mi parte me llevé un cartón competo de esos Marlboro rojos que yo fumaba. Tomamos el trailer-line de primera clase en una gasolinera que yo tenía bien ubicada -un kilómetro después de la puerta de Monterrey, esa escultura geométrica roja y enorme en Santa Catarina. En ese trailer llegamos hasta la vieja ciudad de hierro. Tomamos -por economía, más que por saber que sería la última temporada de vida del ferrocarril de pasajeros- un tren que nos llevó hasta Oaxaca. A un promedio de 60 km/h, llegamos al valle de Oaxaca 48 horas después de haber conocido a Cristo 2,000, un trotamundos que ya había recorrido todo el país y con el que platicamos media hora justo antes de salir de la puerta de Monterrey. Nos quedábamos en un hostal cerca del centro, propiedad de un burguesito que sabía vivir una vida de burguesito, es decir: nada. Tenía una novia francesa con ocho meses de embarazo y la tenía trabajando, atendiendo el hostal y llorando amargas lágrimas por ese esposo que solía desaparecer tres días con sus amigos mientras se atascaba dos ochos de coca, muy pura en Oaxaca de 1998. Nueve días después de llegar a la capital y recorrer todos sus alrededores -Mitla, Yagul, Monte Albán, Tule, Hiervelagua, Huautla y otros pueblos- decidimos que sería buena idea lanzarnos a la costa vía la sierra oaxaqueña. Hicimos noche en San José del Pacífico, la parte más alta de la sierra. Le llaman "La puerta del cielo" por sus famosos hongos, más que por la altura. La mañana siguiente, muy temprano, tomamos un pollero que nos llevaría hasta Pochutla: queríamos beber ese café que en Oaxaca le llaman "café de verdad". De ahí nos fuimos a Puerto Ángel. Una verdadera porquería; así que regresamos a Pochutla para desviarnos ahora a Huatulco. Debía haber alguna bahía menos turística que las que aparecen en los folletos publicitarios para viajeros. Por una extraña razón -quizá la corta visión juvenil, algún rezago del asombro de los infantes o simplemente ñoñería- a cada pueblo, comunidad, ciudad o puerto al que llegábamos, tocábamos el metro Balderas -de Rockdrigo; no existe otro metro Balderas-, así como algunas otras que se nos fueran ocurriendo. Esa ocasión, en Huatulco, después de rentar una habitación, nos fuimos directo a la playa, guitarra en hombro. Nos dio por tocar Hotel California. El mar estaba en completa calma; el aire parecía haberse ido de vacaciones: el silencio era total. Justo estábamos por terminar la sección cantada y yo me preparaba para tocar el requinto -en esa época yo tocaba guitarra y no lo hacía nada mal- cuando esta saltó de mis manos como en un síncope. Un enorme crujido nos interrumpió. Era un crujido que venía de adentro, debajo de la arena, pero en una amplitud mucho más grande de lo que se puede calcular. Todo pasó tan de pronto que no tuve tiempo de pensar en lo ocurrido. Simplemente me dije: "debió ser un espasmo de mi brazo". Volteé al suelo, donde había caído mi guitarra, quizá medio metro adelante. Ahí estaba, como quieta, muda, mi guitarra. Miré a Sam: su guitarra también estaba en la arena, medio metro adelante de él. Volteo a ver el mar: se echó para atrás. Quizá tres o cuatro metros... - ¡Corre, wey. Terremoto! Le grité, agarré mi guitarra y corrí para alejarme del mar. Él hizo lo mismo. Mientras corríamos, el suelo comenzó a sonar, a tronar. Cuando un terremoto es lo suficientemente fuerte, golpea el suelo y los golpes se oyen como un martilleo en magnitudes gigantescas. Toc trac croc... a un tempo muy veloz y de una dimensión con mucho mayor que la que como humanos podemos calcular. Cada vez que un pie mío pisaba la arena, esta parecía desviarlo de la dirección que mi pie quería tomar. No sabía exactamente para dónde correr: cualquier lugar era igualmente peligroso. Seguimos corriendo. Nos encontramos con que había un pasillo un tanto angosto, justo entre dos hoteles. Como un acuerdo tácito, no nos fuimos por ese pasillo: seguimos corriendo por la arena, lo más posiblemente alejados del mar, hasta que vi una palmera. La abracé como queriendo amarrarme con ella. así lo hice y rodeé la palmera con mis brazos hechos candado; Sam hizo lo propio. Fue entonces que tuve total libertad de sentir la furia de una superficie infinitamente mayor a cualquier posibilidad humana, siquiera de imaginarlo o dimensionarlo. El suelo seguía golpeteando y los crujidos de la tierra rebasaban cualquier dimensión que hubiera esperado. Estallido de vidrios, estruendo de estantes estrellándose en el suelo y los desaforados gritos de una mujer que juraba no volver a pecar se mezclaban como un barullo en medio de la vorágine de un suelo que amenazaba tragar lo que encontrara a su paso. Con una parsimonia que solamente el mayor momento de alerta puede dar, dejé que el correr del tiempo se hiciera lento, en una actitud de sentir cada sacudida del suelo: "Aquí estoy. Sorpréndeme: dame tu mejor golpe..." Imaginé a Moby Dick, buscando a su único sobreviviente. Manuel, mi abuelo el marinero ballenero, pareció mirar con mis ojos algo para lo que yo no estaba preparado y mucho menos para mirarle de frente y retarle, como temerario ante la peor hecatombe. La tierra siguió golpeando, quizá quince segundos más, hasta que dejó de romper el subsuelo. Luego movió con menos fuerza, hasta que se convirtió en la sensación de un mareo. Al fondo de todo ese escenario, la mujer seguía gritando y haciendo las promesas que rompería mañana. Paz y silencio se volvieron a adueñar del pueblo. -Dame un beso, ¿no? -¿Qué? -¡Que te hagas para allá, maricón! Me estás abrazando; no sea que luego me guste. -¡Ah! Sí, perdón. Regresamos al hotel para sacar nuestro equipaje. Luego nos fuimos a la plaza principal del pueblo. Nos quedamos un par de horas más hasta que decidimos pasar la noche a la intemperie, a 500 metros de la orilla del mar. Durante la noche las réplicas llegaron, una tras otra, mientras estábamos alerta, en medio de un sueño reparador y ligero. La mañana siguiente decidimos regresar al valle de Oaxaca. No era posible: la carretera estaba dañada. Dos bahías -deshabitadas- mostraban rastros de una marejada de anoche. Tomamos un autobús que nos llevó hasta el puerto de Salina Cruz, en donde nos quedamos un día más. Regresamos entonces a Oaxaca. De ahí al D.F. y luego un tren a Monterrey. 24 horas de un viaje sumamente incómodo. Llegué a mi casa a las 5:00 a.m. Sorpresa: mi madre había cambiado las chapas de las llaves. Me fui entonces al oxxo por unos cigarrillos. Llegando, veo en el periódico, en primera plana: "Muere Pipo..." "Bueno, la gente se muere", pensé mientras pagaba un jugo de manzana que le hace sentir a uno que está haciendo las cosas bien... Quince días después llegué por primera vez al que fuera mi recinto, es decir: mi primer día de clases en la FFyL..