jueves, 18 de enero de 2018

La rueda del tiempo
en los ojos de una nación cuadrada

Los mayores placeres de la vida son gratuitos; los segundos mayores placeres de la vida cuestan un dineral. Caminar es, a título personal, uno de los mayores placeres de la vida. Dejemos a un lado, por el momento, los motivos de salud relacionados con la caminata, ya que no es pertinencia de este escrito: el simple andar obliga observar detalladamente los cambios de perspectiva de las edificaciones cuando se transita por la ciudad; percibir los aromas del pueblo, adivinar los platillos que se cocinan dentro de las casas, sentir la inmensidad del ecosistema cuando se recorre el monte, el desierto, el bosque o la playa. Y lo más envolvente de caminar, aquellas cosas a las que nada les iguala: la observación y la contemplación. Mirar el mundo, consumirlo incesantemente mientras los ojos ubican todo; medir el espacio y sentirlo en su dimensión real con los oídos. Si se sube la brecha que lleva a la meseta del cerro de la Silla, en Monterrey, sentir cómo la hierba silvestre tapiza el suelo rocoso y el aire quema en las fosas nasales mientras el oxígeno parece reducirse; dejar que la hostilidad de su clima atraviese la piel y altere los sentidos en sus eternas circunstancias extremas o sobrevivir milagrosamente mientras se camina por sus calles hechas para todo menos para peatones, acaso con una milagrosa excepción de la calzada Madero. Perderse en cualquier paisaje boscoso de la jungla de asfalto, la vieja ciudad de hierro; observar el caballito de Sebastián que se posa como ombligo del complejo mercantil en el corazón de la avenida Reforma de la ciudad de México; convertirse en un elemento más del hormiguero que es la red del metro, ese metro que se sostiene milagrosamente con cables caducados hace ya muchos años; los vagones posados sobre llantas con más agujeros parchados que centímetros cuadrados de sus caras; vagones rosas cuyas ocupantes suelen ser más salvajes que reclusas de Santa Martha; calles de pavimento pesado como roca volcánica apisonada e interminables filas de coches que asfixian el ambiente. En Guadalajara, recorrer Chapultepec y sentarse un rato a sentir el fresco aroma a tierra mojada, sus paseantes aburguesados, quienes no sienten pena del uso terriblemente pobre de su léxico: para ser franco, en cualquier lugar de México se habla de modos vergonzosos, con un uso de muletillas y modos de expresión que asustan. En fin, toda ciudad tiene sus particularidades, tanto climáticas como culturales –que la cultura es, en el último de los casos, hija del ecosistema. Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Guanajuato, Pachuca, Oaxaca, Tuxtla Gutiérrez, Cancún, Saltillo, Hermosillo, Culiacán, Tijuana y un sinfín de pueblos, ciudades y algunas megalópolis ostentan, cada una, particularidades que enriquecen el carácter de una nación. Y en tanto nación, esta nación que está a punto del colapso por su pésimo desempeño político, el cual ostenta un partido revolucionario que es todo menos revolucionario, un partido de izquierda que es todo menos de izquierda y un partido de derecha que no se requiere y se disuelve en los otros dos partidos que sí son de derecha; mientras esos tres partidos –subrayo- que tienen partidos satelitales que funcionan ya bien como rémoras de los otros partidos, ya como renegados paladines solitarios en una labor quijotesca, inundan de propaganda el país, gastando desvergonzadamente y con un cinismo que bien llamaría la atención de Stalin, dinero del pueblo que puede y debe utilizarse en la atención de las necesidades de la nación; mientras la atención de los integrantes de esta misma nación se derrama en una absurda y obstinada lucha por politizar asuntos ya locales, ya personales, intentando globalizar una visión de pobres contenidos –veganos, feministas, lgbti, defensores de los animales, promotores mágico-míticos de fuerzas desconocidas, new agers y un larguísimo etcétera-, surge, necesaria y casi escondida en un rincón de nuestro universo cultural, una pregunta de primer orden: ¿Qué es esto a lo cual yo pertenezco, pero que parece a todas luces no existir? ¿Cómo entiendo yo una nación que hace todo lo posible –en cualquier ámbito- por no ser nación?
Desde los dirigentes, las clases políticas, los empresarios, los “godinez”, empleados burocráticos, pequeños empresarios, profesionistas especializados, independientes, informales, desempleados, estudiantes, amas y amos de casa, campesinos, obreros, inmigrantes que vuelven cada determinado tiempo, presos, enfermos mentales, desahuciados, artistas, intelectuales, científicos, filósofos; en fin, todos los brazos que componen el sistema nación, todos –al menos la gran mayoría- cargan con preocupación una inevitable pregunta en este presente más incierto que nunca: ¿Qué nos espera? ¿Cómo salimos de este hoyo en el que estamos sumidos y del cual parece no haber escapatoria?
Invariablemente de todas las respuestas posibles, una hay a la cual no es posible sustraerse y de la que brotan, disparadas como esquirlas de granada, una gran cantidad de cuestiones subsecuentes, una a una de las cuales iremos viendo puntualmente; una pregunta que se ha hecho ya en diversas ocasiones a lo largo de nuestra historia que ya sobrepasa los 200 años, sin encontrar una respuesta satisfactoria, pues ha podido más el interés personal que la preocupación genuina por la propia cultura. Octavio Paz, de quien se dice escribió el mejor tratado de nuestra nación, realmente ocasionó mucho más daño del que se pudo pensar: ¿cómo creerle a un individuo que siempre obró con la finalidad de mantenerse en la cúspide de una élite intelectual, desaprobando o simplemente ignorando los esfuerzos de todo artista o pensador que no perteneciera a su equipo? Amén de las propuestas propias de Paz –hay muchas circunstancias por las cuales sospechar que muchos de sus escritos no fueron suyos-, defender encarnizadamente a un partido que aplastó –y sigue aplastando- brutalmente el sentir de una nación durante tantísimos años, logrando como premio a su tenacidad obtener los puestos que a conveniencia ostentaba y haciendo un falso alarde de conmiseración a un pueblo que le admiraba por su vena poética, su elegancia y profundidad al escribir y su pretendida solidaridad con “los de abajo” –su polémica renuncia, en octubre de 1968, que fue en realidad “disponibilidad”, un recurso diplomático para no ejercer y seguir cobrando-, lo puso en un lugar privilegiado: no podía ser vituperado ni por los mandos gubernamentales ni por la sociedad civil, mientras, exiliado en la India para viajar posteriormente a Francia, dio declaraciones únicamente cuando vio su reputación amenazada por las rabietas de Díaz Ordaz. Un individuo de ese carácter ético simplemente no puede concluir una tarea por demás imposible si no modifica su metodología –cosa que le habría ganado la deshonra definitiva del PRI, lo cual, obviamente, no haría.
Si bien Octavio Paz inscribió en El Laberinto de la Soledad ensayos con miras a definir México y lo mexicano, le quedó muy grande –demasiado grande- el caballo: solo por considerar “El pachuco y otros extremos”, vemos a un escritor que ignora absolutamente el carácter cultural del rebelde protagonista de un choque étnico en una tierra que es su suelo, pero no su patria, cosa que necesariamente lleva al conflicto; así es que un pachuco pudo ser cualquier otra cosa menos eso que describe Paz. Acaso con reservas podemos aceptar algunas declaraciones en “La inteligencia mexicana”, por ejemplo; aún así, me pregunto ¿es esto la definición de México y lo mexicano? ¿Tan pobre es la visión del gran intelectual de México? ¿O en tan baja estima tuvo Octavio Paz a sus lectores? Paz ya terminó sus días y en su lugar aparece otro intelectual prácticamente cortado con la misma tijera. Aunque Enrique Krauze no llega ni por muy lejos a la altura intelectual de Paz; aunque la simpatía del mexicano promedio por Krauze está infinitamente lejos de la simpatía que sintió por Paz, es éste quien ocupa ese mismo puesto y ejerce el mismo poder que en su momento tuviera el pirata de Elena Garro y de muchos otros más. Y detrás –más bien, por encima- de estos dos individuos -por no mencionar a Carlos Fuentes y su famosa frase “Echeverría o el fascismo” y otros intelectuales que por ese mismo lado se movían-; por encima de todos estos surrealistas momentos del México moderno, antecedente directo de nuestra actualidad, brota nuevamente, imperativa y con una urgencia brutal, la pregunta: ¿Qué es esto en lo que vivimos y que –al menos en el papel de una constitución mancillada y pisoteada hasta el cansancio- nos forma como mexicanos? A esta pregunta cabe no solamente atender en un afán de respuesta satisfactoria, sino voltear a ver nuestra realidad. Y nuestra realidad únicamente puede ser vista desde los lectores de nuestra realidad: la fuerza intelectual de México. Y aquí comienza una de las mayores dificultades: ¿Es verdaderamente posible responder a la pregunta? Y más aún, de ser esto posible: ¿Quién o quiénes son, entonces, los responsables de contestar a esta pregunta y todas las que de ella se derivan?
Es urgente abordar el tema; y la urgencia obliga a destituir nominalmente a esos que ocupan los mandos institucionales, ya que ellos mismos se han destituido por esa falta de interés en su pueblo: ¿Cuándo fue la última vez que las autoridades institucionales culturales mexicanas anunciaron y demostraron cabalmente su preocupación por México? Y entre los portavoces de la cultura, nuestros artistas y nuestros intelectuales, aquellos que obligadamente deben responder a todos estos cuestionamientos. ¿Qué es de ellos? ¿Son verdaderamente capaces, ya no de responder a estas preguntas, sino responder de acuerdo a su dignidad y su competencia? Siendo más puntual: ¿Son nuestros artistas realmente artistas? ¿Son nuestros artistas y nuestros intelectuales verdaderamente amantes de la definición de nuestra realidad? ¿Están verdaderamente preocupados por nuestra realidad? Más aún: ¿Son nuestros artistas y nuestros intelectuales realmente capaces? Pues es obligación del artista definir en un impacto intelectual y estético la realidad que día a día construimos y nos circunda, comprometido con todos y cada uno de los que formamos esta nación, con una verdadera responsabilidad política, es decir: despegado de toda inclinación partidista, ya que no existe en México gesto social más espurio que la inclinación partidista, cualquiera que esta sea.

David Alfaro Siqueiros
Autorretrato (El Coronelazo)
Piroxilina sobre celotex
1945
91.5 x 121.6 cm
Acervo Constitutivo, Museo de Arte Moderno, INBA

Para muestra, un botón: sacude mucho más el Guernica como alarido de la crueldad de la guerra que los ideales del bando republicano y del bando nacional juntos; mueve más el furor humano de los murales de Siqueiros que sus ideas stalinistas y todas las intenciones del partido comunista y su contraria, la derecha en el poder que ahí desarrollaba la enorme y aplastante maquinaria priísta. Los partidos son solamente eso: partidos; no les interesa el bien de la nación más que los intereses particulares; de hecho no les interesa el bien de la nación. ¿Cómo confiar en ellos la significación de México y lo mexicano, si es que eso existe? Y buscar a nuestros artistas, ¿en dónde? ¿De qué manera, en qué sitio, encontramos a nuestros artistas? En la institución educativa, ni pensarlo: las facultades de artes de todo nuestro país están más perdidas que turco en la neblina. Las subsecretarías y los mal llamados consejos de cultura de cualquiera de los 31 estados, dependen de la Secretaría de Cultura, que comenzó a funcionar como tal el 18 de diciembre de 2015: es importante saber que el extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes se convirtió desde esa fecha en Secretaría de Cultura, por lo que instituciones como Conarte, en Nuevo León, ostentan un nombre a todas luces engañoso, ya que se trata únicamente del nombre de un organismo descentralizado, como lo confirma claramente la página de internet del gobierno del Estado de Nuevo León, http://www.nl.gob.mx/dependencias. No ahondaremos más en esto, ya que no es competencia de este escrito hablar de los usos y costumbres de las autoridades de Conarte; quien esté interesado en conocer los pormenores, puede consultar cuál es la naturaleza legal y funcional de un organismo descentralizado. Y de todos modos, las subsecretarías de cultura no tienen la capacidad de definir los rasgos culturales que hablen de nosotros: a duras penas pueden solventar la nómina de sus empleados, quienes en su mayoría trabajan únicamente lo que la legislación les obliga a hacer y la labor cotidiana de medir el pulso de la cultura no forma parte de sus tareas.
En algún lugar –insisto- se debe encontrar a los artistas que puedan realizar la invaluable labor de definir nuestro carácter. Si bien la institución pública resulta incompetente para llevar a cabo tal tarea, debe existir una vía por la cual esto sea posible, lo que nos lleva a pensar en la institución privada. Y la institución privada, por el mismo carácter de su nombre, es incapaz de realizar esa tarea. Aún así, hay quienes realizan algún esfuerzo por desarrollar la invaluable labor de definir, mediante los artistas y su obra, el rostro o los rostros de México: desde hace años, una mujer que escribe bajo el seudónimo de Avelina Lésper ha desarrollado opiniones, bajo la forma de escritos y declaraciones en video, en una tentativa de convertirlos en crítica de arte, cuestionando duramente la labor del arte contemporáneo y sus intenciones dentro del mercado y su representatividad. Uno de los temas centrales de sus escritos ataca la legitimidad de las obras de arte contemporáneo, ya que este se vale –principalmente- de materiales que no han sido creados originalmente para ser destinados a convertirse en obras de arte, aparte de la narrativa poética y sus intenciones de contenido que de estas se desprenden. Junto a esto, ha denunciado el escandaloso avalúo de sus piezas de arte contemporáneo en museos, galerías y subastas, poniendo en tela de juicio la honestidad del mercado del arte contemporáneo. Llamándolo “Arte VIP”, siglas de modalidades de obras de arte contemporáneo (por ser iniciales de videoarte, instalación y performance), lo desacredita haciendo uso de argumentos ridiculizantes en contra del segmento del arte contemporáneo. Se puede apreciar –al menos en apariencia- una genuina desaprobación de todo el circuito del arte contemporáneo; sin embargo, de sus virtudes se desprenden sus flaquezas: la autonombrada Avelina Lésper, defensora principalmente del arte moderno, esgrime contra el arte contemporáneo argumentos que se acomodan perfectamente contra las debilidades del arte moderno -y de pasada también del arte clásico. Y es ahí justo donde termina la crítica de arte y comienza el show mediático de baja calidad, ya que si bien denuncia todas esas debilidades del arte contemporáneo -debilidades muchas de las veces finalmente ciertas-, lo hace desde una trinchera ridículamente ingenua; es decir, en tanto crítica sus argumentos son inaceptablemente pobres tanto filosófica como sociológica, económica y antropológicamente hablando, sin contar que su conocimiento de la historia es inocente a niveles ignominiosos.
Como ya iremos viendo, la obra de arte es hija de su tiempo y obligadamente producto de su entorno, lo cual no excluye su inserción en el gran cúmulo de piezas que conforman el universo artístico desde que existe el arte como circuito completo; es decir, desde que las condiciones económicas, políticas, tecnológicas y sociales lo permiten. Dicho con otras palabras: en virtud de su riqueza simbólica, la obra de arte posee esa cualidad de impactar estética y conceptualmente a los de su tiempo como a las generaciones por venir. Esa es la gran aportación histórica, filosófica y estética del arte, amén de otras cualidades que en tanto tema o contenido otorga. La obra de arte es necesariamente inseparable del contexto de su creación. Es decir, no solo es ingenuo, sino del todo irresponsable, despojar a la obra de arte de sus condiciones históricas, tecnológicas y mercantiles: no existe la belleza per se, búsquesele por donde quiera. Es verdaderamente alarmante observar cómo una persona que se llama crítica de arte tenga la osadía de citar frases sacadas de internet (“Aristóteles dice que el arte es un proceso de creación razonado; Jung dice que el arte es eso que nos va a salvar de la barbarie”, en https://www.youtube.com/watch?v=f4vrG3WI35k). Uno de los necesarios e ineludibles dominios del crítico de arte es precisamente el conocimiento filosófico: Aristóteles jamás escribió eso que cita Avelina; en la misma situación se encuentra Carl Jung, amén de la distancia casi insalvable que separa el pensamiento de uno y otro.

Leonardo da Vinci
Salvator Mundi
circa 1500
Óleo sobre nogal
45.4 x 65.6 cm.
Colección privada

Ignorar la influencia de la fotografía en el surgimiento del arte moderno es un atrevimiento más bien propio del joven insulso que del intelectual impertinente; hablar de la grandeza de un artista por la vida tormentosa que llevó se acerca más a la Rosa de Guadalupe que a la historia del arte a través de sus artistas: ¿Desde cuándo las amargas lágrimas son el alimento del artista? ¿Dónde queda el trabajo y la profunda humanidad que imprime en su producción simbólica? No es lo mismo dramaticidad de una pieza que cursilerías lacrimógenas. Del mismo modo, Avelina acusa al circuito del arte contemporáneo de vender sus piezas a precios exorbitantes, mientras Salvator Mundi, una pieza de Leonardo da Vinci, fue vendida en la casa de subastas Christie's de Nueva York el 15 de noviembre de 2017 por $450;312,500 (cuatrocientos cincuenta millones trescientos docemil quinientos dólares, incluyendo los gastos administrativos); asimismo denuncia que el arte contemporáneo sirve para lavar dinero: el museo Louvre, en París, uno de los máximos recintos que albergan piezas de arte anteriores al impresionismo (que fue el comienzo del arte moderno) fue promovido primero por Catalina de Médici y luego por Felipe IV (de las dinastías Médici y Borbón, respectivamente), para exhibir sus piezas, por cierto no muy honestamente adquiridas: en tanto ser parte de los primeros banqueros, los Médici se encuentran entre los creadores del lavado de dinero.

Ron Mueck
A girl
2006
Poliéster, resinas y silicona
2.60 mts
Colección privada

El tema del mal uso de materiales por parte de los artistas contemporáneos es otro de los grandes ataques de Avelina; sin embargo, en todos lados se cuecen habas: muchas piezas de Jackson Pollock, por ejemplo, se están resquebrajando, principalmente porque el artista no supo cómo plasmar su obra de modo que esta durara más de un siglo; La Última Cena de Leonardo ha sufrido tantas restauraciones que fue terriblemente modificada: esas restauraciones son producto de un pésimo manejo de los materiales por parte del artista, quien más que artista fue un excelente inventor (dejemos esa discusión para otro momento, ya que hay mucho que hablar de Leonardo). Por el contrario, no parece haber un mal manejo de materiales en esta pieza tan magistralmente acabada como perturbadora de Ron Mueck, "A girl".

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
Las Meninas (La familia de Felipe IV)
Óleo sobre lienzo
318 x 276 cm
1656
Museo del Prado
Madrid, España

La recriminación de elitismo por parte Avelina tanto a los artistas como a los críticos de arte contemporáneo es que si no conoces el contexto, no entenderás la pieza. De hecho, cabe preguntarse si es necesario conocer algo de historia y/o filosofía para apreciar a cabalidad Las Meninas de Velázquez, por ejemplo: si bien el goce estético es una de las finalidades de la obra de arte, el trabajo intelectual no puede quedar a un lado: la obra de arte mueve, necesariamente, a la reflexión; de lo contrario, la apreciación de una obra de arte podría compararse sin ningún problema con el disfrute de una película taquillera o el entretenimiento de un programa de Chavana en el canal 12 de Monterrey (o cualquier programa de revista que se transmite por las mañanas en cualquier canal de TV abierta). Dicho en pocas palabras: quien suscribe bajo el seudónimo de Avelina Lésper se está burlando de la inteligencia del mexicano promedio esgrimiendo argumentos ciertos parcialmente e ignorando los asuntos verdaderamente importantes del mundo del arte: Avelina Lésper es en la crítica de arte lo que Jaime Maussán en la divulgación científica. Y lo que es aún más vergonzoso: ¡Los artistas le hacen caso! Está en boca de muchos de nuestros artistas, tanto modernos como contemporáneos.
Definitivamente es de toda urgencia abrir bien los ojos y agudizar bien el criterio, tanto a nivel personal como cultural; y si bien la institución académica es incompetente para tal tarea; si la institución cultural ignora olímpicamente su obligación; si la institución privada ofrece espejitos en la zona Maco y verdulería a nombre de crítica de Avelina Lésper; si los involucrados en el circuito artístico ignoran las inquietudes del público; si el público, en su pereza intelectual, acepta cualquier argumento por quedar más o menos acorde a sus inclinaciones como no especialista en el área; si no hay institución alguna que se preocupe por hacer del mundo del arte un mecanismo de engranajes que funcione adecuadamente, es entonces labor de aquellos profundamente interesados en nuestra cultura tomar las riendas de la producción simbólica. Hay mucho, muchísimo trabajo por realizar; sin embargo, sea este un primer paso en una secuencia que termina donde comienza la cultura: nunca y siempre.
Edgar Leal