domingo, 31 de enero de 2016

En Guanajuato no hay camino sin mancha

La imagen de la tierra se escapa al implacable escrutinio del ojo avezado. Un cielo tan duro como apacible, rememorante de esa tierra que nos hubieron robado, lame con piel de salamanca, escamas de un río en el que nuestra madre debió llorar amargos partos, asesinando la posibilidad de estallar el núcleo de sí, haciendo que de la semilla emerja violento el delfín minotauro.


Salvaje dominador, certero consciente de la acidez del suelo, ese solio que promete eternidad, disolviendo de un plumazo la ingenua fantasía de un rostro terso, magnífico. El perfil ajado y endurecido por una desilusión de adolescente soñadora, berreando el engaño de un ultraje quinentenario que niega lapidar, comulgando con ese suelo que reseca, impidiendo que el cuerpo despojado por la negra muerte devenga con él; polvo consciente de la materia que abrazando le niega eternamente. Aire prístino de un azul que de noche se torna violento, de una rapacidad envuelta en un manto de insondable misterio. Y es ahí donde se le busca: en el ardor de un silencio morisco; en la arrebatada embriaguez del rollizo andaluz, barbaján de mil dioses encarnados en un barbado desconocido, idealizado. Insospechado palaciego anhelante de deidades amorfas, mortuorias, bastardo del ultraje árabe; ignorante de las mil causas devenidas santos: Mictlán convertido mártir, conclusión de un transformar su sangre en fango, caldo primigenio de una mixtura como falso símbolo de monigote denigrado. Y la tierra que abraza, y la tierra que abrasa. Que abras a la tierra, fuego de especias pomodoro, festín de canela junto a nuestras momias, esos muertos que hablan como en un musitar el jolgorio medieval. Conocedor de minas ajenas, jinete de un cielo duro y pletórico de ardor copal. Y nuevamente, inevitablemente, como el reverdecer de la tierra, surge y resurge el cuero empapado de tejido gelatina, anunciando una nueva, siempre muerta, primavera.







Como aliento de subsuelo, besar el muro con la frente para ajar la piel suave, virginal. Aquí la vida no es un baño de bálsamos ni la tierra es tan noble como estirar la mano y arrancar un fruto. Los frutos se entregan por violencia. Furor de minas, frescura de carne surcada, como vaivén de un calambre permanente. Aún muertos lloran y se devanan en lamentos; todavía muertos gozan del buen mezcal, lo comparten con los suyos.


Porque esta es la tierra que habrás de amar; porque en esta tierra llorarás amargas lágrimas entre culpas ciegamente conferidas al hinope andaluz, al hado malvenido de oriente. Porque siempre tu culpa será la causa de esas desgracias depositadas en el cruel mandatario, en el arbitrio de la divinidad, tan beatífica como los caballos acomodados del tzompantli de la noche triste.


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