La imagen de la tierra se escapa al
implacable escrutinio del ojo avezado. Un cielo tan duro como apacible,
rememorante de esa tierra que nos hubieron robado, lame con piel de salamanca,
escamas de un río en el que nuestra madre debió llorar amargos partos,
asesinando la posibilidad de estallar el núcleo de sí, haciendo que de la
semilla emerja violento el delfín minotauro.
Salvaje dominador, certero
consciente de la acidez del suelo, ese solio que promete eternidad, disolviendo
de un plumazo la ingenua fantasía de un rostro terso, magnífico. El perfil ajado
y endurecido por una desilusión de adolescente soñadora, berreando el engaño de
un ultraje quinentenario que niega lapidar, comulgando con ese suelo que
reseca, impidiendo que el cuerpo despojado por la negra muerte devenga con él;
polvo consciente de la materia que abrazando le niega eternamente. Aire
prístino de un azul que de noche se torna violento, de una rapacidad envuelta
en un manto de insondable misterio. Y es ahí donde se le busca: en el ardor de
un silencio morisco; en la arrebatada embriaguez del rollizo andaluz, barbaján
de mil dioses encarnados en un barbado desconocido, idealizado. Insospechado palaciego
anhelante de deidades amorfas, mortuorias, bastardo del ultraje árabe;
ignorante de las mil causas devenidas santos: Mictlán convertido mártir, conclusión
de un transformar su sangre en fango, caldo primigenio de una mixtura como
falso símbolo de monigote denigrado. Y la tierra que abraza, y la tierra que
abrasa. Que abras a la tierra, fuego de especias pomodoro, festín de canela
junto a nuestras momias, esos muertos que hablan como en un musitar el jolgorio
medieval. Conocedor de minas ajenas, jinete de un cielo duro y pletórico de
ardor copal. Y nuevamente, inevitablemente, como el reverdecer de la tierra,
surge y resurge el cuero empapado de tejido gelatina, anunciando una nueva,
siempre muerta, primavera.
Como aliento de subsuelo, besar el
muro con la frente para ajar la piel suave, virginal. Aquí la vida no es un
baño de bálsamos ni la tierra es tan noble como estirar la mano y arrancar un
fruto. Los frutos se entregan por violencia. Furor de minas, frescura de carne
surcada, como vaivén de un calambre permanente. Aún muertos lloran y se devanan
en lamentos; todavía muertos gozan del buen mezcal, lo comparten con los suyos.
Porque esta es la tierra que habrás de amar; porque en esta tierra llorarás
amargas lágrimas entre culpas ciegamente conferidas al hinope andaluz, al hado
malvenido de oriente. Porque siempre tu culpa será la causa de esas desgracias depositadas
en el cruel mandatario, en el arbitrio de la divinidad, tan beatífica como los
caballos acomodados del tzompantli de la noche triste.
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