domingo, 17 de enero de 2016

Historia del ojo:
La letra, cuando vale, con sangre sale

La juventud, como entre ráfagas de furor incontenible, incontrolado, traza líneas de un ardor amorfo, ebrio de intensidad. La dificultad, a la vez que el peligro, con este exceso de juventud, es su imprecisión en tanto falto de control y el riesgo de arrancar –o asimismo perder- la vida en el intento. La fuerza desprovista de sensatez amaga el orden natural del tránsito de existencia, como esa bestia implacable que engulle en un solo lance toda posibilidad de subsistir. El individuo dotado de fuerza y con potencia de control sufre la transformación que va de una voracidad ciega a un poder que promete eternidad; experimenta esa misma conversión eleusina en la que el pan se torna carne y el vino deviene sangre. Su incapacidad de comprender lo imposible le vuelca en ese demencial embudo en el que la vida y la muerte, como partes contrarias, contradictorias, ajenas y necesariamente repelentes, se tocan para permear todo su universo, convirtiéndolo en infinitud palpable, o desaparecer definitivamente en un vacío implosivo, extraño a ambos extremos: se trata de lo terrible que renueva en cada aniquilamiento de sí su insoportable persistencia. Y en realidad no persiste, ya que el tiempo, ese instante que ya no es, muere, como sacrificado, ante su consecuente. Como una ola que se entrega, dejándose devorar por la que sigue, que es ella misma, en un infinito de autoaniquilación; esta aniquilación propia le es forzosa, pues, para lograr eternidad, esa eternidad que reúne necesariamente todos sus momentos anteriores: presencia. Una presencia que lo ve todo y a la que ha de serle prohibida su propia imagen, ya que el ojo no puede verse a sí mismo si no es desde fuera, en un absoluto extrañamiento de sí, como figura y elemento de una dialéctica que solo puede negarse por transcurso y no por simultaneidad.

A sus 25 años, Georges Bataille, que deambulaba entre su reciente deserción del seminario católico y su adhesión a la École des Chartes, experimentaba el furor dominante de la escritura en el corazón joven, violento. Comprendiendo la confusión del joven Bataille, su mentor le recomendó acudir a una corrida de toros, pues es bien sabido que en ese ritual se personaliza –igual que en el acto teatral- la pasión y el terror de la vida confrontada a la muerte en un duelo de sangre espesa, oscura: en ese choque imposible a fuerza de sinrazón, en el terror de lo personal en la presencia de lo otro la furia juvenil tiene que abrirse paso a la impasible traza de la palabra viva. Viva de muerte, viva de dominio de ambos lados de un cielo que devora al diminuto existir para abrirse al espanto de lo infinito, al insoportable enfrentamiento con lo absoluto.

Bataille fue a Madrid, libreta en mano, para ver a Manuel Granero, matador de toros valenciano, de 20 años de edad, audaz y muy temerario. Saldría al ruedo a enfrentar a Pocapena, un toro que no prometía la bravura propia de uno de lidia. Frente a frente, Pocapena mostró mansedumbre y una vista defectuosa y llevó a Granero a una orilla del ruedo, donde la corrida continuó. Las condiciones de la fiesta brava no permiten margen de error y Granero demostró perfección frente a los lances de Pocapena, pero en un lance, en el que el toro inclinó la cabeza de más, prendió a Granero por el muslo. El manso y defectuoso toro se transformó en una bestia mortal y furiosa: una vez tendido en el suelo le asestó varias cornadas. Una de ellas le atravesó el cerebro, entrándole por el ojo derecho, cornada que le provocó que el ojo se botara sin reventarse. Algo le produjo a Bataille, que a consecuencia de este suceso decidió escribir “Historia del Ojo”. No se trata necesariamente de la violencia, la barbarie del asesinato, aunque ahí sí sea, en definitiva, necesario: hablo, pues, del ojo como símbolo. Símbolo de la vida que se observa en la muerte; símbolo del acto erótico por excelencia, en el que la vida y la muerte son una y la misma cosa, pues traspasan caprichosamente sus fronteras sin confundirse, ocupando el mismo lugar, tocando todos los instantes posibles. Juventud y gallardía frente a la realización de lo inesperado, de lo impensado; mansedumbre devenida furia aniquilante; instinto convertido en ardid que ahoga todo espacio posterior. El paso del acto al símbolo; ese acto que es a su vez símbolo de su devenir. Esa frase de Goethe traída viva a la escena: “En el principio fue la acción”. Acción demoledora que no es sino acción creadora en virtud de la destrucción de su contrario. Y el contrario como creador de esa misma en otra destrucción. Este trance dialéctico es, pues, el que permite el brote de lo inesperado de la misma manera que el rayo se abre un espacio que no existe al partir del aire que, comprimido sobre sí mismo, no puede sino dar paso al fulgor violento de la creación de un nuevo lugar. La palabra en el tránsito de la carencia a la existencia. Y sobre todo, el ojo que por un instante y nunca más, se observa a sí mismo como creador y aniquilado al mismo tiempo, como vida que dio la muerte.



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